¡Amigo mío, amigo mío:
estoy muy, muy enfermo!
No sé de dónde me vino este dolor.
Es que el viento silba
sobre el campo desierto,
o el ajenjo anega mi cerebro
como la lluvia del otoño al bosque desmantelado.
Un hombre negro,
negro, negro...
Un hombre negro
se sienta en mi lecho
y no me deja dormir
en toda la noche.
El hombre negro
recorre con su dedo un libro infame,
y gangueando sobre mí
como un monje sobre un muerto,
me lee la vida
de un pícaro y borracho,
empapando mi alma de amargura y temor.
El hombre negro,
negro, negro...
Oye —me susurra—,
en el libro hay muchos
bellísimos pensamientos y proyectos.
Este hombre vivía
en el país
de los más repugnantes
bandidos y charlatanes.
En aquel país, en diciembre,
la nieve está sin mancha
y los remolinos ponen en marcha
sus alegres ruecas.
Aquel hombre era un aventurero,
pero de la más alta
y mejor marca.
Era elegante;
además, poeta;
de poca fuerza,
pero tenaz,
y solía llamar a una mujer
de cuarenta y tantos años
su "chica querida y mala" .
"La dicha —decía—
es la habilidad de la mente y de los brazos.
Todas las almas inhábiles
son conocidas por lo infelices.
No importa
que los gestos,
quebrados y falsos,
traigan mucho dolor.
En las tormentas y borrascas,
en el frío de la vida,
en las penosas pérdidas
y cuando parece difícil
sonreír y ser sencillo,
lo más alto en el mundo es el arte".
¡Hombre negro!
¡No oses decir esto!
No estás pagado al servicio de nadie para decirlo.
¡Qué me importa la vida
de ese poeta escandaloso!
Léela y nárrala a otros,
por favor.
¡El hombre negro!
Me mira en los ojos, tenaz,
y sus ojos se cubren
de lagaña azul,
como si quisiera decirme
que soy un pillo y un ladrón,
insolente y desvergonzado
que ha robado a alguien.
¡Amigo mío, amigo mío:
estoy muy, muy enfermo!
No sé de dónde me vino este dolor.
Es que el viento silba
sobre el campo desierto,
o el ajenjo anega mi cerebro c
omo la lluvia del otoño al bosque desmantelado.
Noche fría.
Está muda y calma la encrucijada.
Estoy solo en la ventana;
no aguardo a un huésped ni a un amigo.
Una cal blanda y movediza
cubre toda la llanura,
y los árboles, como jinetes,
se han reunido en nuestro huerto.
Un ave nocturna y siniestra
llora en algún lugar.
Los jinetes de madera
siembran un ruido de cascos.
Y de nuevo aquel hombre negro
se sienta en mi sillón,
tocándose la galera
y apartando los faldones de la levita.
"¡Oye, oye!"
—susurra, mirando mi rostro.
Se inclina hacia mí más y más cerca...
Nunca he visto
que alguien
pudiera sufrir tan inútil
y tontamente
de insomnio.
¡Ah, no: tal vez me equivoco!
Hay luna hoy.
¿Qué más le hace falta
a un lírico lleno de sueños?
¿Quizá vendrá ella
en silencio, con sus gruesas caderas,
y uno le leerá su lírica lánguida y débil?
¡Ah, cómo quiero a los poetas!
Son tan entretenidos...
Siempre encuentro en ellos
una historia que conozco bien,
como un monstruo de largos pelos,
padeciendo de languidez sexual,
habla de los universos
a la estudiante con granos en la cara.
No sé; no recuerdo...
En algún pueblo,
quizás en Kaluga,
quizás en Riazán,
solía vivir un muchacho
de cabellos rubios
y ojos azules,
en un humilde hogar de campesinos.
Luego se hizo adulto;
además, poeta;
de poca fuerza, pero tenaz.
Y solía llamar
a una mujer
de cuarenta y tantos años,
su "chica querida y mala".
"¡Hombre negro!
Eres un mal huésped.
Hace mucho tiempo
que esta fama
se propaga de ti".
Me pongo loco, furioso,
y mi bastón vuela, directo
a su hocico,
entre los ojos...
Murió la luna.
En la ventana el alba se pone azul.
¡Ay, noche, noche!
¿Qué hiciste tú, noche?
Estoy de pie con mi galera.
Nadie conmigo.
Y el espejo está roto...
Estos versos de S.Esenin son de los más profundos y desesperados que conozca. A mi me ayudan a comprender lo facil que he caer en la trampa del autoreproche.
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