9/06/2010

El viaje de vivir ...


Nuestra vida es como un viaje, un viaje largo, arduo y fascinante.
A lo largo del camino se nos presentan problemas, dudas, miedos.
Caminamos hacia una sabiduría inalcanzable. Y en el camino está nuestra salvación, en el camino está la esperanza, en el camino la comprensión de lo incomprensible. Hay unos versos de Kaváfis que me parecen muy enriquecedores y profundos. Se trata del poema Ítaca

ÍTACA
Konstantínos Kaváfis.

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Poseidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Poseidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.

9/01/2010

EL HOMBRE NEGRO (S. Esenin)



¡Amigo mío, amigo mío:

estoy muy, muy enfermo!
No sé de dónde me vino este dolor.

Es que el viento silba

sobre el campo desierto,

o el ajenjo anega mi cerebro

como la lluvia del otoño al bosque desmantelado.



Un hombre negro,

negro, negro...
Un hombre negro

se sienta en mi lecho

y no me deja dormir

en toda la noche.

El hombre negro

recorre con su dedo un libro infame,

y gangueando sobre mí

como un monje sobre un muerto,

me lee la vida

de un pícaro y borracho,

empapando mi alma de amargura y temor.

El hombre negro,

negro, negro...


Oye —me susurra—,

en el libro hay muchos

bellísimos pensamientos y proyectos.

Este hombre vivía

en el país

de los más repugnantes

bandidos y charlatanes.



En aquel país, en diciembre,

la nieve está sin mancha

y los remolinos ponen en marcha

sus alegres ruecas.

Aquel hombre era un aventurero,

pero de la más alta

y mejor marca.


Era elegante;

además, poeta;

de poca fuerza,

pero tenaz,

y solía llamar a una mujer

de cuarenta y tantos años

su "chica querida y mala" .

"La dicha —decía—

es la habilidad de la mente y de los brazos.

Todas las almas inhábiles

son conocidas por lo infelices.

No importa

que los gestos,

quebrados y falsos,

traigan mucho dolor.



En las tormentas y borrascas,

en el frío de la vida,

en las penosas pérdidas

y cuando parece difícil

sonreír y ser sencillo,

lo más alto en el mundo es el arte".

¡Hombre negro!

¡No oses decir esto!

No estás pagado al servicio de nadie para decirlo.

¡Qué me importa la vida

de ese poeta escandaloso!

Léela y nárrala a otros,

por favor.

¡El hombre negro!

Me mira en los ojos, tenaz,

y sus ojos se cubren

de lagaña azul,

como si quisiera decirme

que soy un pillo y un ladrón,

insolente y desvergonzado

que ha robado a alguien.



¡Amigo mío, amigo mío:

estoy muy, muy enfermo!

No sé de dónde me vino este dolor.

Es que el viento silba

sobre el campo desierto,

o el ajenjo anega mi cerebro c

omo la lluvia del otoño al bosque desmantelado.


Noche fría.

Está muda y calma la encrucijada.
Estoy solo en la ventana;

no aguardo a un huésped ni a un amigo.

Una cal blanda y movediza

cubre toda la llanura,

y los árboles, como jinetes,

se han reunido en nuestro huerto.


Un ave nocturna y siniestra

llora en algún lugar.

Los jinetes de madera

siembran un ruido de cascos.

Y de nuevo aquel hombre negro

se sienta en mi sillón,

tocándose la galera

y apartando los faldones de la levita.

"¡Oye, oye!"

—susurra, mirando mi rostro.

Se inclina hacia mí más y más cerca...

Nunca he visto

que alguien

pudiera sufrir tan inútil

y tontamente

de insomnio.

¡Ah, no: tal vez me equivoco!

Hay luna hoy.
¿Qué más le hace falta

a un lírico lleno de sueños?

¿Quizá vendrá ella

en silencio, con sus gruesas caderas,

y uno le leerá su lírica lánguida y débil?


¡Ah, cómo quiero a los poetas!

Son tan entretenidos...

Siempre encuentro en ellos

una historia que conozco bien,

como un monstruo de largos pelos,

padeciendo de languidez sexual,

habla de los universos

a la estudiante con granos en la cara.

No sé; no recuerdo...

En algún pueblo,

quizás en Kaluga,

quizás en Riazán,

solía vivir un muchacho

de cabellos rubios

y ojos azules,

en un humilde hogar de campesinos.


Luego se hizo adulto;

además, poeta;

de poca fuerza, pero tenaz.

Y solía llamar

a una mujer

de cuarenta y tantos años,

su "chica querida y mala".

"¡Hombre negro!

Eres un mal huésped.

Hace mucho tiempo

que esta fama

se propaga de ti".
Me pongo loco, furioso,

y mi bastón vuela, directo

a su hocico,

entre los ojos...



Murió la luna.

En la ventana el alba se pone azul.
¡Ay, noche, noche!

¿Qué hiciste tú, noche?
Estoy de pie con mi galera.
Nadie conmigo.

Y el espejo está roto...